Celebramos hoy el Día de la Iglesia
Diocesana, una de las novedades eclesiológicas del Concilio Vaticano II, del
que estamos celebrando el 50 aniversario de su inauguración. Bien venidas sean
estas “Bodas de Oro”, si nos animan a retomar “el amor primero”, es decir,
aquella ilusión que el Concilio puso en muchos de nosotros, y que hoy anda un
tanto defraudada. La de aquellos años del postconcilio en los que se formó y
ordenó mi “generación perdida”.
La Diócesis es una porción del Pueblo
de Dios del que Cristo es la cabeza, cuya condición es la libertad y dignidad
de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo. Tiene por
ley el mandamiento nuevo del amor, y como fin el dilatar más y más el Reino de
Dios. De este Pueblo se sirve Cristo como de instrumento de la redención universal,
y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra. Y no hay
miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo. Eso dice el Concilio.
En este Pueblo de Dios, expresión
relegada al olvido, el Espíritu Santo derrama, con abundancia y gratuidad,
todos sus dones y carismas, que se posan y reparten, como Él quiere, sobre la
comunidad de los que han sido configurados con Cristo en el Bautismo, unción y
dignidad ontológica mayor de la cual no hay ninguna otra, y en la que cada uno,
con el don que ha recibido, se hace siervo por amor de los demás, a imitación
del único Maestro y Señor, que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su
vida por todos, con una preferencia entrañable hacia los pobres y pecadores.
Un solo cuerpo y un solo Espíritu, una
misma esperanza, un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios Padre de todo y de
todos. Ésa es la Iglesia de todos los tiempos.
En el lenguaje eclesiástico, cuando un
obispo va a una Diócesis, se dice que “ha tomado posesión de la Diócesis”. En correcto
espíritu conciliar debiera decirse que “la Diócesis ha tomado posesión de su
obispo”.
Dice un
amigo mío, cargado ya de años de servicio a nuestra Diócesis, y cargado también
de sabiduría y bondad, que no cesa de dar gracias a Dios por su primer destino
de cura en un pueblo. Allí, aquellas buenas gentes le hicieron cura, aprendió
de sus penas y alegrías, de los vetustos libros parroquiales, y hasta de las
visitas al cementerio, que “la parroquia eran ellos”, que ellos eran y seguirán
siendo, la Iglesia de Cristo, y él un enviado a quererles y servirles lo mejor
que supiera. Que allí estaban ellos cuando él llegó, y que, cuando él se fué,
la parroquia siguió allí, como lo estaba desde hacía siglos, y que de sus años
en aquel bendito lugar quedaría lo que amó y lo que sirvió, y el testimonio
humilde que pudo dar de su Señor Jesucristo y de su buena noticia para los más
pobres y necesitados. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Por
los años que hace que pasó aquella etapa, y por los años que hace que conozco a
mi ya anciano amigo, puedo decir que Dios le ha mantenido en aquel amor primero
y en aquella radical actitud de servicio humilde. Hombres santos como él dan su
vida y dan vida a las comunidades, a la diócesis y a la Iglesia. Ojalá esa lección
la viviésemos todos, obispos y curas, y el Espíritu siguiese rompiendo, como
hizo el Concilio, los viejos esquemas de una iglesia pirámide para entrar por
la puerta de una Iglesia toda elle Pueblo de Dios, servidora y pobre
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