"Me han encontrado los que no me buscaban, me he manifestado en los que no preguntaban por mi" (Rom 1, 18; 10, 20)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Carta de Lucio Adviento 2012. AQUELLA IGLESIA DEL CONCILIO


Celebramos hoy el Día de la Iglesia Diocesana, una de las novedades eclesiológicas del Concilio Vaticano II, del que estamos celebrando el 50 aniversario de su inauguración. Bien venidas sean estas “Bodas de Oro”, si nos animan a retomar “el amor primero”, es decir, aquella ilusión que el Concilio puso en muchos de nosotros, y que hoy anda un tanto defraudada. La de aquellos años del postconcilio en los que se formó y ordenó mi “generación perdida”.

La Diócesis es una porción del Pueblo de Dios del que Cristo es la cabeza, cuya condición es la libertad y dignidad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo. Tiene por ley el mandamiento nuevo del amor, y como fin el dilatar más y más el Reino de Dios. De este Pueblo se sirve Cristo como de instrumento de la redención universal, y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra. Y no hay miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo. Eso dice el Concilio.

En este Pueblo de Dios, expresión relegada al olvido, el Espíritu Santo derrama, con abundancia y gratuidad, todos sus dones y carismas, que se posan y reparten, como Él quiere, sobre la comunidad de los que han sido configurados con Cristo en el Bautismo, unción y dignidad ontológica mayor de la cual no hay ninguna otra, y en la que cada uno, con el don que ha recibido, se hace siervo por amor de los demás, a imitación del único Maestro y Señor, que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida por todos, con una preferencia entrañable hacia los pobres y pecadores.

Un solo cuerpo y un solo Espíritu, una misma esperanza, un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios Padre de todo y de todos. Ésa es la Iglesia de todos los tiempos.

En el lenguaje eclesiástico, cuando un obispo va a una Diócesis, se dice que “ha tomado posesión de la Diócesis”. En correcto espíritu conciliar debiera decirse que “la Diócesis ha tomado posesión de su obispo”.

Dice un amigo mío, cargado ya de años de servicio a nuestra Diócesis, y cargado también de sabiduría y bondad, que no cesa de dar gracias a Dios por su primer destino de cura en un pueblo. Allí, aquellas buenas gentes le hicieron cura, aprendió de sus penas y alegrías, de los vetustos libros parroquiales, y hasta de las visitas al cementerio, que “la parroquia eran ellos”, que ellos eran y seguirán siendo, la Iglesia de Cristo, y él un enviado a quererles y servirles lo mejor que supiera. Que allí estaban ellos cuando él llegó, y que, cuando él se fué, la parroquia siguió allí, como lo estaba desde hacía siglos, y que de sus años en aquel bendito lugar quedaría lo que amó y lo que sirvió, y el testimonio humilde que pudo dar de su Señor Jesucristo y de su buena noticia para los más pobres y necesitados. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Por los años que hace que pasó aquella etapa, y por los años que hace que conozco a mi ya anciano amigo, puedo decir que Dios le ha mantenido en aquel amor primero y en aquella radical actitud de servicio humilde. Hombres santos como él dan su vida y dan vida a las comunidades, a la diócesis y a la Iglesia. Ojalá esa lección la viviésemos todos, obispos y curas, y el Espíritu siguiese rompiendo, como hizo el Concilio, los viejos esquemas de una iglesia pirámide para entrar por la puerta de una Iglesia toda elle Pueblo de Dios, servidora y pobre

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