"Me han encontrado los que no me buscaban, me he manifestado en los que no preguntaban por mi" (Rom 1, 18; 10, 20)

martes, 3 de julio de 2012

Mística de los ojos abiertos, para una acción profética liberadora


 Félix Felipe
 La crisis económica, que está golpeando nuestra sociedad, puede volvernos más ciegos de lo que ya estábamos. Ceguera, que nos incapacita percibir los signos del reino de Dios. En nuestra sociedad una de las cosas que más necesitamos son personas lúcidas, místicos de ojos bien abiertos; este sí que sería un buen servicio a nuestro mundo, y de un modo especial al pueblo sencillo y débil, sumido en profunda oscuridad y herido gravemente en su esperanza.
Una de las grandes afirmaciones que nos dejó el Concilio fue ésta: “Es propio del pueblo de Dios… discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios.” (GS. 4, 44). Jesús invitó a Nicodemo a escuchar la voz del Espíritu: “El viento sopla donde quiere; oyes su rumor; pero no sabes ni de dónde viene ni a donde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu” (Jn. 3, 8).
Hoy se nos hace la misma invitación, en nuestro tiempo tan aturdido por la crisis. Pero, con una particularidad: el viento del Espíritu no es un viento poderoso, ni los tiempos nuevos llegan con los vendavales. El soplo es más bien suave, como el susurro de la brisa (1Rey. 19, 9-13). Hay que escucharlo en la “voz de un silencio tenue”. Los cristianos y la comunidad cristiana han de saber identificar la voz del “viento de Dios”, averiguar dónde sopla y en qué dirección para dejarse mover por él y no por otros “aires”.
En nuestra sociedad y en nuestra Iglesia se están dando vientos de renovación, impulsados por el Espíritu. El soplo del Espíritu viene envuelto de vientos recios que recorren nuestro mundo; unos vienen chocando, otros sorteando y luchando contra corrientes muy poderosas, que pretenden sofocar el “soplo del Espíritu” para perpetuar el desorden establecido en que vivimos.
Discernimiento.
En el discernimiento se trata de indagar cómo va la historia respecto al Reino de Dios que ya está presente. Es decir, vislumbrar como vamos respecto a la justicia: “En aquellos días y en aquel tiempo brotará a David un vástago legítimo que impondrá en el país la justicia” (Jer. 33, 15). “El Espíritu del Señor en él reposará…juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los humildes de la tierra; herirá al viento con la vara de su boca…la justicia será su ceñidor” (Is. 11, 4-5); evaluar si hay buenas noticias para los pobres: “El Espíritu del Señor estás sobre mí, porque me ha consagrado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos y a proclamar un año en el que el Señor concederá su gracia” (Lc. 4, 16-19); verificar, si se va realizando la inversión de papeles que se nos anuncia en el “magníficat” (Lc. 1, 46-55); comprobar como marcha la fraternidad humana.
La mística de ojos abiertos necesita del discernimiento, que nos capacite para percibir las señales del Reino en medio de las ambigüedades de nuestra vida. La comunidad cristiana y los cristianos/as debemos ser como el “radar”, como el “vigía” que señala por dónde va el Espíritu liberador y por dónde el espíritu que engendra ceguera y esclavitud u opresión.
Como ya hemos afirmado, la crisis puede volvernos más ciegos, incapacitarnos para ver la luz, la verdad.
Los pobres.
Los pobres son signo profético privilegiado de discernimiento y, según Jesús, su signo mesiánico: “Juan, que estaba en la cárcel, oyó hablar de los hechos de Cristo y le envió unos discípulos suyos para que le preguntaran: ¿Eres tú el que tenía que venir, o debemos esperar a otro? Jesús les contestó: Volved a Juan y contadle lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y felices para aquellos para quienes yo no soy causa de tropiezo!” (Mt. 11, 2-6).
Los pobres, desde la perspectiva bíblica y desde la sabiduría de la Tradición de la Iglesia, no son sólo un fenómeno económico, social, cultural, político, ético, son también una realidad teológica, un misterio de fe y de liberación, una realidad espiritual.
Los pobres, misterio de fe y de liberación. Sin duda, un misterio oscuro y escandaloso, ya que son encarnación existencial de Cristo crucificado: “Porque mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros anunciamos a Cristo crucificado que para los judíos es una piedra en que tropiezan, y para los paganos es cosa de locos”. Pero para los que Dios ha elegido, sean griegos o judíos, ese Cristo es poder y sabiduría de Dios, y es que lo que en Dios parece absurdo, es mucho más sabio que lo humano, y lo que en Dios parece débil, es más fuerte que lo humano…” (1Corint. 1, 22-24).
El sufrimiento humano que está provocando las actuales desigualdades es memoria sangrante de la pasión de Jesús y actualización del calvario. Los poderosos de nuestro mundo tratan de ocultar con diversas estrategias cada vez más sutiles y no fáciles de discernir.
Desde Jesús crucificado y resucitado los pobres, que están padeciendo las consecuencias de un orden injusto, se convierten en signo privilegiado, profético liberador, radical y global, es decir, a nivel personal, social, económico, político, cultural y espiritual. Los pobres, como pueblo crucificado, cargan con el pecado del mundo, son signo de los dioses de la muerte. Con ellos el Crucificado se solidariza, ya que sufren la pasión, provocada por el mismo enemigo que le condenó. Al identificarse con ellos los hace sacramento de su presencia, como juez salvador y liberador en medio del mundo: “Cuando el Hijo del hombre venga con todo su esplendor dirá…os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mi me lo habéis hecho” (Mt. 25, 40). El colectivo de los pobres, pueblo sufriente, es signo del Dios liberador, a través de ellos nos está diciendo algo de nuestra sociedad, algo de lo que necesitamos ser salvados, liberados y nos marcan una dirección.
Traen la luz y la verdad. “Yo, el Señor, te llamo con amor y te convierto en luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos y saques a los presos de la cárcel, del calabozo a los que viven a oscuras” (Is. 42, 6-7). Desde la luz poderosa, proveniente de los pobres, se iluminan las tinieblas de nuestro mundo. Luz, que tratan de ocultar los poderosos: banqueros, directivos de bancos centrales y políticos que comparten con ellos su ideología. Es el ídolo del Mammon.  La crisis que padecemos ha puesto de manifiesto al verdadero absoluto de nuestro mundo: el capital. La realidad fundante que determina todo ya no es Dios,, sino la economía convertida en Mammon: dios, el cual tiene un gran poder, y una gran capacidad de provocar ceguera en el pueblo con su fuerza de seducción. Es la bestia de la que nos habla la Apocalipsis (Apoc. 13, 1ss).
La mera presencia de los pobres es lo que puede desenmascarar a nuestro mundo, pues son la “verdad”. De los pueblos crucificados proviene una poderosa luz que ilumina las tinieblas de nuestro mundo. En el análisis de la realidad de los pueblos crucificados se nos da la medida de la salud de nuestro mundo en el nivel humano y ético. El descubrimiento del sufrimiento de los pueblos empobrecidos es trágico, pero necesario y saludable. La tentación es no querer mirarlo, porque la luz siempre hace daño a los ojos enfermos.
Traen la salvación: “Justificará a muchos” (Is. 53, 11). Porque el pueblo crucificado afirma y manifiesta la existencia del pecado del mundo y nos invita a la conversión, diciéndonos algo de lo que necesitamos ser salvados:
  • Ser liberados de la idolatría del dinero.
  • De nuestros muros y barreras.
  • Del estrecho particularismo ético, que va estrechando cada vez más los lazos de la solidaridad hasta reducirla a los miembros de la misma profesión, de la misma clase, del mismo credo religioso. Los empobrecidos quedan excluidos de dicha solidaridad.
Nos marcan una dirección:
  • Una cultura del reconocimiento de los otros y de la acogida a través de la integración y de la colaboración. No basta el antirracismo, se necesita una voluntad de convivencia en un nuevo orden multiético, multicultural y religioso.
  • Los valores de solidaridad contra el individualismo, el servicio contra el egoísmo, la sencillez contra la opulencia.
  • Un amor grande abierto al perdón de los opresores; que no quiere triunfar contra ellos sino compartir con ellos y crear juntos un futuro distinto. Perdón, que introduce en el mundo opresor esa realidad tan humanizadora como es la “gracia”.
  • Una sociedad humana y humanizadora, y lo será en la medida en que se atienda a los pequeños de modo estructural; en la medida en que se entre en contacto fraternal los unos con los otros.
La utopía del pueblo crucificado.
El pueblo denuncia la cultura de la satisfacción, orgullosa, autosuficiente y reclama otro paradigma: la civilización de la pobreza, la sabiduría del pobre, un humanismo de humildad, como la única forma de hacer real en nuestro mundo la civilización del amor y de la solidaridad.
Civilización de la pobreza donde la pobreza ya no sería privación de lo necesario, sino un estado universal de cosas en que esté garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales. Y es una necesidad para que nazca el espíritu, que ya no se vea ahogado por el ansia del tener más que otro; que rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del crecimiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización.
En la civilización de la pobreza se insiste no sólo en una posibilidad de vida para las mayorías, sino en la posibilidad de un modo de vida, realmente humano y fraterno.
Es también una civilización abierta a la transcendente, al misterio. Nuestro mundo y la Iglesia tienen necesidad de la presencia y protagonismo del carisma de los pobres, esto es, “algunos son llamados a vivir como ellos”; su manera de vivir, de comportarse, de actuar son todo un interrogante profético.
La civilización de la pobreza no es pauperismo, ni desprecio de las cosas. Es ver en la pobreza algo positivo, es solidarizarse con las víctimas e inyectar unos valores. La pobreza evangélica no condena la riqueza, ni la técnica, sino que las libera del virus mortífero de la codicia, avaricia, ambición y las transforman en sacramento del amor y de la solidaridad; en manifestación de la generosidad y ternura de Dios Padre. La utopía en la lucha contra la pobreza no es poner a los pobres en lugar de los ricos, sino crear una comunidad fraterna donde reine la igualdad entre todos.

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